15.5.18

Me pone enfermo.

Érase una vez un país donde se podía engañar a la gente enferma, y no pasaba nada. Algunos médicos decían que el problema eran los intrusos. Los intrusos, a su vez, defendían que cualquiera debería poder «contribuir a mejorar la salud de la gente». Las autoridades sanitarias aseguraban que la gente estaba bien informada y debía ser libre para elegir cómo querían tratarse.

Al otro lado de la calle, una retrasaba un tratamiento real contra su cáncer para probar a encontrar el trauma emocional que un psicólogo le aseguraba que lo había provocado; otro lo rechazaba porque un médico le había dicho que con una dieta alcalina se podría recuperar; y otro más allá se tomaba una planta tóxica que interfería gravemente con el tratamiento, y que le había vendido al triple de su precio en herbolarios un agricultor analfabeto. En cualquier farmacia podías encontrar chucherías vendidas como medicamento, sin tener siquiera el código obligatorio para su venta, sin que a la Agencia del Medicamento le hubiera importado durante al menos dos décadas. Todos ellos se publicitaban abiertamente en Google y obtenían pingües beneficios aprovechando que los muertos no suelen denunciar, que los estafados suelen ser reacios a reconocer que lo han sido (y eso, si se llegan a dar cuenta), y de que en caso de llegar a mayores, un juez trataría a la víctima poco menos que de tonto.

En ese país, eso sí, la Fiscalía del Estado se preocupaba enormemente por raps y ciertos mensajes ofensivos en Twitter.

Este relato basado en deshechos reales participa en la iniciativa Café Hypatia.

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