17.4.17

Ya ves


–Ya ves.
–Cerrojos y candados –respondía ella.

Era un retruécano fácil, pero que siempre me sacaba una sonrisa. La adoraba, aunque no parecía haber forma de dar con la clave (llave en latín, volviendo al tema) de su corazón.

Muchos no lo saben, pero el mecanismo de una cerradura es bastante simple, dentro de lo que cabe. Recuerdo con cariño el taller de lock-picking enmarcado en unas jornadas sobre software libre y "seguridad informática" (porque ¿para qué hackear una máquina cuando puedes tener acceso directo a ella entrando al cuarto donde esté?). Desde entonces, llevo siempre encima mi juego de ganzúas y el tensor. Para ser riguroso debería decir que llevo lo que no se me ha perdido del set de ganzúas, y el tensor. Este hecho me ha dado algún quebradero de cabeza a la hora de entrar en Hacienda o viajar en avión (alguna vez fintado con la burda excusa de que la ganzúa era para quitarme la mierda de las uñas...) y, francamente no es que haya habido ninguna situación en la que me haya salvado el pellejo, pero no deja de ser una sensación interesante y hasta adictiva la de hurgar en las entrañas oscuras de una maquinaria con piezas móviles donde es necesario sentir cada pequeño movimiento, notar más que escuchar cada "click" que te acerca más a tu destino, o que te avisa de que te has alejado y hay que volver a empezar, y el subidón cuando el tensor por fin, haciendo las veces de llave, da la vuelta en el tambor. O cuando compruebas que tu cerebro ha aprendido cómo abrirla sin que te des cuenta y las subsiguientes pruebas son exponencialmente más rápidas. Y también, claro, la frustración de tener que dejar alguna por imposible. Exactamente lo que pasó con la cerradura de su corazón.


Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

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