17.10.16

Miedos

Tenía cinco años cuando vio la escena en la que el malvado Emperador Ming atrapaba a uno de los coprotagonistas, el doctor Hans no-sé-qué, y le "volcaba" la memoria en una pantalla para averiguar cosas de él, pasándola en orden cronológico inverso. Al parecer, en el proceso sus recuerdos eran además eliminados, lo cual dejaba al buen doctor en un estado de regresión infantil. La desazón que le causó esa forma de "despellejar" viva a una persona hasta de su propia identidad fue tremenda, pese a que más tarde comprobara que, con cancioncitas y otros trucos, conseguía recuperar la memoria.

Era un poco más mayor cuando, en "Despertares", se cruzó con la bonita historia del doctor Oliver no-sé-qué, quien conseguía mediante estímulos musicales que algunos pacientes con demencias severas (o alguna enfermedad concreta que ya no recordaba) recuperaran dicha identidad. Al igual que en la película anterior, pero en sentido contrario, el cambio también era temporal, y dicha gente volvía a aquietarse, a convertirse en una especie de larvas humanas, babeantes, totalmente dependientes, indefensas.

Luego, por supuesto, estaban las típicas series donde alguien perdía la memoria temporalmente (por un golpe, por un hechizo, por la aplicación de una mutación, las variantes eran copiosas), y también otras películas como "El increíble hombre menguante" o, más reciente y desoladora, "El curioso caso de Benjamin no-sé-qué".

En esa época ya sabía bien qué era el Alzheimer. Sabía que era el nombre de la terrible tortura que aplicaban al pobre doctor, lenta e inexorable, arrancando pedazo a pedazo de la identidad de una persona, minuto tras minuto, día tras día, hasta que quedabas postrado indefenso y dependiente en forma de babeante larva humana. Con un poco de suerte, podías morir por alguna complicación derivada.

Se acordó de Terry no-sé-qué, uno de sus autores literarios favoritos, que había sucumbido recientemente a esa tortura. Y ahora le tocaba a él. Aún recordaba su propio nombre, pero ya no era capaz de recordar su apellido. Desde hacía tiempo, un tiempo que se le antojaba eterno, todo el mundo se apellidaba Alzheimer.

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Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

Nostalgia

Ella se obstinaba en que no se podía echar de menos algo que no se había vivido. No creía que se pudiera sentir nostalgia de una relación que no fue, de un hijo que no se tuvo, añorar sitios que no se visitaron o desear haber nacido en utopías sociales pasadas o presentes. Sin embargo, yo seguía convencido de que no sólo se podía, sino que era lo que me estaba matando por dentro.

Le hablé de los sueños. De cómo aunque no sean “reales”, las sensaciones con las que te dejan al despertar lo son tanto como para descubrirte angustiado, aterrado o excitado. Le hablé de los libros. De cómo aunque no estén ahí “de verdad”, puedes meterte en la Tierra Media, Mundo Disco o Hogwards, o en una estación espacial rumbo a cualquier luna de Júpiter, y echar de menos aquellos tiempos, aquellos lugares, aquella gente en cuanto cierras las cubiertas.

Le hablé de física cuántica. De la interpretación de los multiversos que sugería que la realidad se escindía en cada colapso del estado cuántico de una partícula para atender a cada una de sus posibilidades. Universos paralelos en los que yo no le habría dicho tal cosa, o le habría dicho tal cosa, y tal vez ahora estaríamos juntos. Universos paralelos en los que ella no habría conocido al otro, o el otro le habría caído mal, y tal vez ahora estaríamos juntos. También habría, claro está, infinitos universos paralelos en los que, como en éste, tampoco estaríamos juntos, pero de eso preferí no hablarle. En muchísimos, infinitos, no habríamos nacido, jamás nos habríamos encontrado, o ya habríamos muerto. En muchísimos, infinitos, ni siquiera existiría la vida.

Pero en otros muchísimos, infinitos, ahora estaríamos charlando tumbados, conmigo jugueteando despreocupadamente con uno de sus graciosos tirabuzones del flequillo. Estaríamos paseando tranquilamente por la arena de una playa, o quizá llevando al parque a un pequeñajo con mezcla de nuestros rasgos, con los hoyuelos de ella y mis ojos marrones. Infinitas posibilidades que, más que imaginar, casi era posible recordar, paladeándolas, oliéndolas, palpándolas en mi cerebro con total nitidez.

En lugar de eso allí estábamos: despidiéndonos, agotando nuestros últimos minutos juntos aferrados a esa tonta discusión sobre la nostalgia como un gato que se agarra con las uñas a su cesta para que no le lleven al veterinario. Ella siguió defendiendo que aquello no era nostalgia. Antes de que nos arrancaran a nosotros de allí le acabé dando la razón, aunque no dejé pasar un extraño brillo en sus ojos que la traicionaba.

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Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

En otra vida (Esta mañana me he levantado y pasaron cosas)

Parece que fue hace otra vida cuando dejé de escribir en el blog. Parece que fue hace tres vidas cuando empecé a escribir en él. Desde entonces, "he visto cosas que vosotros no creeríais", No voy a hacer el resumen de todo este tiempo porque para eso Dios inventó Facebook y Twitter, y porque me dejaría demasiadas cosas importantes por mi mala memoria. Y porque no las creeríais, así que para qué malgastar bytes. Así que lo voy a resumir en "qué ingenuo era" y "espero verme igual de ingenuo en el futuro".

De hecho, sólo (aún me costará un rato acostumbrarme a "solo") reabro el blog, probablemente de forma precaria y temporal, para sumarme a una iniciativa de publicación de microrrelatos para los "carnavales" de Divagacionistas. Pero quizá haya tiempo para algún extra. Quién sabe.

Por cierto, si todo va bien en marzo seré el padre de una individua. Menuda nos espera.