27.9.05

Licaia y el Mundo de los Sueños [VII]

Cuando despertó, tenía un montón de recuerdos que no sabía de dónde habían salido. Era una ladrona halfling en medio de una batalla, estaba en una cueva y el batallón de soldados del que formaba parte acababa de sucumbir a un ataque. Ella estaba malherida.

Apenas unos pocos soldados pudieron resistir a la tercera carga de los trasgos. La pequeña halfling consiguió escabullirse reptando entre algunos de sus miembros mutilados sin poder evitar una mueca de asco.
Al llegar a la boca de la cueva y dejar atrás el hedor de las primeras descomposiciones, tomó una bocanada de aire tan grande como sus pulmones le permitieron, y se chequeó el cuerpo a la luz de los relámpagos.
Ahora podía ver mejor la flecha en su hombro izquierdo y un feo corte en su costado. Aquellos demonios malolientes habían conseguido alcanzarla, y por dos veces.
Masculló algo en voz baja mientras hacía de tripas corazón y partía el trozo sobresaliente de la flecha, dejando ensartado en su hueso la punta de acero letal. Después le hizo un jirón a su capa y se anudó la tela alrededor de la cintura. La compresión detendría la hemorragia.
Se palpó las caderas. Sus dos cuchillos cortos seguían ahí. Y en la bandolera tenía el sable curvo robado a uno de los trasgos degollados por ella. Era grande y pesado, tanto que no estaba segura de poder manejarse cómodamente con él, pero ante aquellas bestias le infundía un poco más de seguridad. Ya había demostrado su eficacia contra uno de sus cráneos...

Desde la entrada de la cueva tenía una buena perspectiva de la geografía de aquel castillo en medio de la nada. Aquel atolón de murallas de piedra que parecía crecer alrededor de un volcán y que unos dioses insatisfechos hubieran hundido en alta mar para calmar su cólera. Aquel lugar estratégico en medio del paso del Este que tanta ventaja iba a dar a su ejército, un ejército de mercenarios como ella. Aquella misteriosa construcción que encerraría mil tesoros para ella...
Si no hubieran aparecido esos trasgos diezmando las tropas y complicándolo todo, claro: ahora tenía un brazo prácticamente inutilizado y comenzaba a marearse por la pérdida de sangre.

Alguien le chilló a su espalda. «Tú, ¡eh, tú!». Licaia saltó sobre sus talones y empuñó sus cuchillos como lo haría en su mejor momento. Con sus ojos claros, acostumbrados a la oscuridad, rastreó el terreno buscando la procedencia de la voz.
Un soldado, o más bien lo que quedaba de su cuerpo, se arrastraba con su único brazo por la salida de la cueva en su dirección.

La halfling enfundó sus armas de nuevo y trató de recuperar su ritmo cardíaco. Aquel amasijo de carne no era una amenaza. Se acercó a él.

¿Estás loco? ¿Quieres que nos maten? ¡Deja de chillar!
Yo ya estoy muerto... y tú debes volver al pasillo.
No se me ha perdido nada en el pasillo replicó Licaia. He conseguido salir de allí por los pelos.
¡Pero has de volver! El lugarteniente ha ordenado que se reorganicen los efectivos que hayan sobrevivido. El enemigo tiene muchas bajas, puede ser la última oportunidad para ganar esta batalla.
Sí, o para que nos maten.
¿Es que ya no recuerdas por qué estás aquí? Hiciste un juramento que ni vosotros, los más rastreros y taimados halfling podéis romper. Hay muchas vidas en juego si no ganamos esta batalla...

[Acabará...]

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